Sa(n)ta

El sermón de la montaña (Carl Bloch, 1877).




Por: Domingo José Bolívar Peralta.



Asistan a mi iglesia, la única verdadera que sí interpreta la Biblia como es. Les prometo que gracias a mis santas gestiones Jesús sí nos escuchará y vendrá a consolarnos de tanta jodencia que hay que aguantarse en esta vida, y la vida eterna nos será grata.

 

Pastor Domingo. Curso de Semana Santa, interpretación de la Palabra de Dios.

 

Primera clase.

Cuentan las Sagradas Escrituras que María, para aprovechar que su hablador de mierda hijo que se decía Hijo de Dios ―y no de aquel fulano que como Zeus la perjudicó―, estaba presente luego de haber estado sabrá el Diablo en qué lugares y haciendo qué cosas, se dirigió a él un tanto tambaleante y con voz ronca para insinuarle con las solapadas palabras «Vino no tienen», que ajá, se había acabado el trago, que pusiera algo.

Jesús, que había asistido también, como María y la montonera de mediohermanos suyos ―hijos alguno que otro de José y los demás de quién sabe quiénes, y valga acotar que José no asistió a esta fiesta, ni una alusión a él en el Evangelio, como en otras tantas ocasiones claves en la historia; ya se había separado hace mucho de María― a la fiesta donde se celebraba una boda luego de la salida de la cana de un solapado delincuente de túnica púrpura.

Jesús, que asistió a esta celebración sólo por cumplir con el compromiso y que no se dijera de él que era un pedante que se las daba de mejor origen, no había tomado ni un solo trago, por lo que como respuesta le espetó a María «¿Qué tengo yo contigo, mujer?» Sin embargo, María sabía que Jesús además de arrogante era vanidoso y recursivo, así que anunció a los demás a viva voz que él, el Hijo de Dios, conseguiría más trago, «Haced todo lo que os dijere».

Jesús no tuvo otra que tratar de achispar aún más al gentío que celebraba ruidosamente con degénero urbano y vallenato mala ola la boda, así que fijándose en unas tinajas que allí había, pidió que las llenaran de agua y raspó en éstas unos panelones blancos que cargaba en la mochila y luego llamó al más gorrero de cuantos había en el lugar ―pues de cierto de cierto os digo, los gorreros son los mejores catadores que hay― y el tipejo, al probar aquel líquido blanquecino, cayó en un estado de enajenación extática que se arrodilló ante Jesús y levantando los brazos al cielo gritó con todas las fuerzas de su pecho conmocionado que él era en verdad el Hijo de Dios. Todos los presentes ―menos Jesús, por supuesto, que necesitaba mantenerse sobrio para acrecentar su leyenda― bebieron de las tinajas y hasta María y los mediohermanos de Jesús se arrastraban a él para escuchar sus parábolas, que ninguno comprendía, a decir verdad. Sólo querían escuchar y creer al Hijo de Dios que ese glorioso día los hizo libres y salvos para toda la eternidad.

 



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