Pensar y caminar
Martín Heidegger, Conferencias y artículos
Ya
es un lugar común decir que la palabra filosofía significa amor (filo) a
la sabiduría (sofía); y, etimológicamente, es cierto, pues el prefijo philos
(amigo, amante, amado, aficionado) deriva de la raíz griega philein, que
significa amar. Es probable que ambos vocablos provengan del indoeuropeo bhili,
que contiene el sentido de amor o armonía. Sin embargo, se descuida sutilmente,
muy sutilmente, qué clase de amor y de sabiduría es la que se está mencionando,
y qué sinuosidades descansan en su regazo desde el pensamiento y contexto
griego.
Cuando
nos adentramos en búsqueda del origen de la filosofía, nos encontramos, de
acuerdo con Platón y Aristóteles, con que dicho origen es el asombro. El verbo
“encontramos” no es gratuito, porque no solamente se trata de verificar las
referencias al asombro en los textos más antiguos en el mundo griego, sino de
sentir el arrobo de esa perplejidad filosófica en nosotros, en un constante
presente que nos dice que somos el asombro, y que esa búsqueda del origen, no
es más que un ajuste y desajuste con uno mismo: somos, continuamente, el espejo
donde nos vemos y nos sentimos como origen y asombro; el origen del pensar es
el asombro, y “este asombro no paraliza sino que templa el ánimo y lo dispone a
pensar […] El asombro es el hogar del pensar.” (1) De lo anterior se puede
decir que, donde haya un hombre —en
cualquier parte del mundo y en cualquier época—, estará la chispa del asombro y por ende la filosofía, es decir, el amor a
la sabiduría.
Desde esta perspectiva, las primeras manifestaciones del asombro estarían en el mito de forma ubicua; en todas partes todo el tiempo. Grecia no sería sólo su escenario: el fuego abarcaría todo el globo terráqueo y sus continentes. Pero centrémonos sólo en occidente, en relación a esos dos conceptos: amor y sabiduría.
En
el Banquete, Platón nos presenta una escala erótica del amor en los
siguientes niveles: en el primer peldaño, el más bajo de todos, está el
instinto erótico en su forma más primitiva y biológica: el amor por los
cuerpos. Después vendría el amor por un sólo cuerpo, que sería el enamoramiento
que nace de la belleza física de la persona amada y, si se avanza un poco más,
de sus cualidades espirituales. Pero hay un nivel de amor más puro; el amor a
la sabiduría por encima de las virtudes y los valores. De lo anterior no se debe
derivar un dualismo que nos señale un amor vulgar, por un lado, y un amor
celeste, por el otro. No. La cosa es más integral y procesual. Si nos elevamos
hacia al amor a la sabiduría, nos elevamos gracias a ese primer impulso natural
en la primera escala como una función positiva.[1] “La belleza, al ser el fin
y el objeto del amor, siempre es anuncio del bien: incluso cuando se expresa
mediante los cuerpos y suscita una pasión puramente erótica, contiene siempre
un impulso hacia lo superior.” (2).
Ahora
bien, para entender aún más ese deseo natural como base, debemos introducir una
noción clave, que más que una palabra, es una fuerza motriz, cósmica: el eros.
Eros, que comúnmente creemos que es amor, específicamente para los griegos “es
una fuerza primordial de la naturaleza, el principio de armonía universal que
en el ámbito físico pone en conexión la materia formando a los objetos, en el
ámbito social une a los ciudadanos entre sí permitiendo el nacimiento de la
ciudad, y en el ámbito psicológico vincula a los individuos suscitando la
amistad y el amor. Por tanto, el amor entre dos compañeros sentimentales […] no
posee una naturaleza diferente de la fuerza que mantiene unido a todo el
universo.” (3) ¿Quién no se ha asombrado por ese brotar que observamos en el
reino vegetal, con el nacimiento de una flor o el lento proceso de una semilla
en tierra fértil, o en el reino animal, con el desarrollo de un embrión? La
fuerza que se oculta detrás de ese brotar, sería el eros, la misma fuerza que
nos impulsa hacia la sabiduría, pasando por las escalas mencionadas arriba;
está en nosotros “negarla, dominarla o ser dominado por ella.” (4). Así las
cosas, Eros viene a representar uno de los dioses del cual derivan los demás. Esta
fuerza ha recibido diversas denominaciones: energía, potencia, voluntad, deseo
ciego, Dios, etc. Podríamos afirmar entonces, que dicha fuerza sería el
sustento del asombro filosófico, y por eso no es de extrañar, que el vínculo
entre maestro y discípulo en la lejana Grecia, haya sido el de un vínculo
erótico, naturalizando una pederastia pedagógica (Patroclo fue amante de
Aquiles, al igual que Zenón de Parménides, y Alcibíades de Sócrates).
Esclarecido
el panorama en relación con la idea de amor dentro de la palabra
filosofía, nos gustaría ahora entrar en la noción de sabiduría, que
sería menos compleja. Sabiduría (sophia en griego, que también se ha traducido
como ciencia, entendiéndose ciencia como conocimiento) no hace alusión a un saber
o conocimiento poseído, o por derivación, a un sabio que posee el saber y el
conocimiento, como si se lo tuviese guardado en uno de sus bolsillos. Apropósito
de esto, Deleuze y Guattari escriben lo siguiente: “Son los griegos, al
parecer, quienes ratificaron la muerte del Sabio y lo sustituyeron por los
filósofos, los amigos de la sabiduría, los que buscan la sabiduría, pero no la poseen
formalmente […], el amigo tal como aparece en la filosofía ya no designa a un
personaje extrínseco, un ejemplo o una circunstancia empírica, sino una
presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del
pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente.” (5) En este
sentido el filósofo no es un sabio, es un ser que está en la permanente
búsqueda del saber, un amigo que camina con el otro o con un “amigo por dentro”,
y que sabe, por ejemplo, que entre la artificial separación entre mito y
filosofía, e incluso ciencia (ciencia moderna), no hay una clara demarcación,
porque el mito puede ser una forma racional de explicar fenómenos naturales, o
si se quiere también, una especie de protociencia, que encierra igualmente, grandes
preguntas sobre el origen del universo, de la humanidad y de los cambios en la
naturaleza, con una sabiduría poética primordial, al decir de G. B. Vico.
Siguiendo
con lo anterior, amor a la sabiduría sería un ir de camino, una amistad para
caminar, no un estar ante o alrededor de la filosofía, sino un estar dentro de
un estado de ánimo, una determinación afectiva que tiene una estrecha relación
con las palabras “sufrir, soportar, tolerar, sobrellevar, dejarse llevar por,
dejarse determinar por”, por eso sigue diciendo Heidegger: “Sólo si
comprendemos el pathos como estado de ánimo o disposición anímica, podemos
caracterizar con mayor precisión el asombro. Al asombrarnos nos demoramos en
nosotros mismos. En cierto modo retrocedemos ante el ente, ante el hecho de que
es, y de que es así y no de otro modo. Pero el asombro tampoco se agota en este
retroceder ante el ser del ente. El asombro, en su retroceder y en su
demorarse, es al mismo tiempo arrastrado y, por así decirlo, encadenado por
aquello ante lo que retrocede. El asombro es así la dis-posición afectiva en la
que se abre el ser del ente.” (6) El ente es cada una de las cosas
particulares; un árbol, una hoja, un planeta, etc., y al ser nosotros quienes
les damos sentido a esas cosas particulares, sentimos que no estamos ante el
misterio y el asombro, como si fueran cosas o esencias que están en frente de
nosotros, sino más bien que es en nosotros donde residen. Por eso Heidegger
este asombro y misterio que padecemos, nos lo hace sentir con una expresión
extraída de la poesía de Hölderlin, como un “habitar poético”, y el pensar, como
un caminar hacia. Esto explica por qué el pensador alemán, antes de morir,
prefería llamar al conjunto de su producción filosófica, no Obras, sino
Caminos, en el sentido de quedar siempre “abierto a”, lo incompleto como algo
positivo, de constante apertura, no afuera, sino en nosotros, como una
condición que nos esencializa como seres humanos.
En
el habitar poéticamente el mundo, no se debe entender lo poético como un género
literario o algo ornamental, sino como un estado anímico y natural ante el
mundo en que somos con él, coexistiendo con el mundo, teniendo siempre en claro
ese estado de ánimo como asombro, donde el lenguaje no es un instrumento
utilizado por un sujeto para referirse al mundo generando un dualismo, acá un
sujeto y allá un objeto, sino que lenguaje y pensamiento, son una sola
experiencia afectiva, y donde pensamiento y poesía, “habitan sobre montañas muy
separadas” (7), tal vez por eso no está tan alejado Aristóteles cuando afirmaba
que “La historia cuenta lo que sucedió; la poesía lo que debía suceder. Por eso la
Poesía es más filosófica que la Historia y tiene un carácter más elevado que
ella, ya que la Poesía cuenta sobre todo lo general, y la Historia lo
particular” (8). Si la poesía está más cerca de la filosofía que la historia,
es porque comparten el asombro. Por otro lado, tampoco se debe entender que el
pensar hace referencia al cálculo racional, científico y lógico, sino al pensar
como un caminar en constante apertura, como la del campesino en su lento
caminar en contacto con la naturaleza y sus labores, como un don que nos
sobrepasa, y del cual no sabemos de dónde proviene.
Pensar, filosofar, caminar y habitar poéticamente el
mundo, son condiciones y estados más concretos al individuo —sea el hombre de a
pie o el catedrático— que los de la espantosa metafísica que nos aleja de la realidad,
porque es en este más acá donde padecemos la existencia en un continuo presente
(con angustia, serenidad, gozo y celebración), bajo las pulsaciones de eros y los
ensimismamientos del asombro y su habitar. Sólo se puede caminar en el pensar
habitando el asombro.
(1) Crescenciano Grave. Habitar el asombro. Ensayo
publicado en; Martín Heidegger: Caminos. Editado por la UNAM. 2009.
(2) Atlas universal de filosofía. Editorial Océano. Barcelona.
2009. P. 90.
(3) Ibid. P. 26.
(4) Ibid. 90.
(5) Giles Deleuze y Félix Guattari. ¿Qué es filosofía?
Editorial Anagrama. Barcelona. 1993.
(6) Martin Heidegger. ¿Qué es filosofía? Editorial digital
Titivillus. 1956.
(7) Ibid.
(8) Aristóteles. Poética. Editorial Gredos. Madrid. 1974.
[1] Jamás los
griegos, por coincidencia, concibieron ese primer impulso como un pecado, como
sí lo concibió la moral cristiana. Para esta, ese amor a la sabiduría es otorgada
por Dios, no es el resultado de una escala erótica natural.
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