Glosa para El Coronel

Fotografía: Linda Esperanza Aragón.




Por: Víctor Ahumada.


El alma del lector es caprichosa. Muchas veces, a causa de distintas variables, puede aceptar o rechazar a un autor y su obra; otras tantas, en lugar de escoger el libro más representativo de un escritor lo que hace es que se decanta por esos otros que no son tan referenciados. Esto último, es mi caso con Gabriel García Márquez.

Cada que se habla de García Márquez es innegable dejar de lado Cien años de soledad, pues semejante monstruosidad literaria, en el buen sentido de la palabra, nunca pasa desapercibida para sus millones de lectores alrededor del mundo. Sin embargo, una vez aceptada esa obra maestra del cataquero, y optando por repasar sus demás libros, uno encuentra que hay otros tan buenos como la saga de la familia Buendía. Un ejemplo de ello es El coronel no tiene quien le escriba.

Dicen que este entrañable y gallardo coronel nació en París (aunque yo creo que pudo haber sido antes: en La Hojarasca de recuerdos que revoloteaba dentro del hombre que lo escribía) mientras su autor, acosado de hambre y frío, esperaba el pago de un sueldo que le debía el periódico donde trabajaba, el cual había sido cerrado por la dictadura que imperaba durante ese momento en su país. Dicen, también, que al coronel se le dio forma noche a noche, en un cuartucho, mientras su autor sacaba, del cajón de la mesa en donde escribía, un billete para comer y bajaba a preguntar, como el coronel, si había llegado el sobre. Nada de esto sabía yo cuando la profesora de literatura que teníamos en el colegio de mi pueblo nos mandó a leer dicho libro.

La primera vez que leí la historia de este cano personaje fue, recuerdo, una tarde. Sentado en un taburete debajo de una frondosa bonga que había en el patio de mi abuela, preso del sopor propio de todos los pueblos del Caribe, sentí, página a página, todas las penas que llevaba a cuestas ese viejo militar: la muerte de un hijo, la preocupación por la salud de su vieja y asmática esposa; la incertidumbre de ese triunfo, depositado en un gallo, que le permitiera mitigar futuras penurias y, sobre todo, la angustia de esperar la carta que confirmara el pago de una vieja pensión que le había prometido un Estado infame.

Desde esa vez que leí “se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”, nunca se me borró la imagen del coronel. Cada que puedo, siempre releo ese corto pero grandioso libro que me vuelve a fascinar con ese ser que “siente como si tuviera animales en las tripas” y que “no usa sombrero para no tener que quitárselo ante nadie”, porque el viejo, consciente de su peso de guerrero militar, es orgulloso pero nunca hiriente, sino todo lo contrario: un hombre honesto, recto y hasta compasivo, como lo muestra cuando se refiere a la salud de su compadre, don Sabas, o cuando se imagina que dentro de unos años el empleado del que depende su pensión también “agonizará todos los viernes esperando su jubilación”.

Además del personaje central de este libro, otro aspecto que le calza bien a la historia es el lenguaje. Alejado de esa experimentación primeriza, presente en La Hojarasca, y de ese futuro embrujo narrativo (Cien años de soledad o El otoño del patriarca), este libro ofrece, gracias a esa previa depuración que el autor ha hecho al construir las frases, un lenguaje sencillo y directo. Se nota en esos diálogos aparentemente escuetos, pero que llenan de vida a los personajes, una deliberación del autor por reflejar, a través de ese dialogismo, las características de cada ser y el contexto de espera general en que sus creaturas se desenvuelven.

En esta obra todos los personajes esperan: el coronel por su pensión y el triunfo del gallo; la mujer porque su marido se decida a vender el animal para no morir de hambre; el médico por las buenas nuevas acerca de la situación política, etcétera.  Hay momentos en que los personajes de este libro tienen cierta semejanza con los creados por Beckett Vladimir, Estragón y Pozzo, más exactamente— en Esperando a Godot. En Vladimir y Estragón podría, perfectamente, hallarse un reflejo del coronel y su esposa; y en Pozzo, al compadre don Sabas.

Puede que lo que se haya dicho aquí no obedezca más que a simples conjeturas de lector. Tampoco faltará quien diga que es un exabrupto preferir este libro por encima de la saga de los Buendía. Sin embargo, nadie sabe a fin de cuenta qué motivos nos impulsan a sentir afinidad hacia un libro u otro. Lo que sí creo sospechar es que cuando se lee El coronel no tiene quien le escriba, se tiene la sensación que en cada uno de nosotros hay algo de ese personaje. Porque como escribiera estupendamente el crítico Hernando Téllez: “El Coronel no es un muñeco con reflejos previsibles, sino una criatura indescifrable que lleva consigo su carga de tedio y su secreto interior. Ello puede parecer poco pero es todo. Es una totalidad humana, puesto que una totalidad humana es simplemente una criatura frente al destino. El Coronel espera una carta, como otros esperan una mujer, un amor, un reino, una palabra. Como otros esperan a Dios […] El Coronel de García Márquez es tan humildemente trágico como cualquier otro ser humano, no importa la cómica insignificancia con que a ojos extraños pueda aparecer el objeto de su esperanza. De una carta se puede vivir y morir, como se vive y se muere por motivos aparentes más significativos e importantes” (1).


1. Téllez Hernando (1961) Crítica Literaria III (Carlos Rincón, Instituto Caro y Cuervo, 2016).



Comentarios

  1. Excelente texto. La novela la leí hace muchos años y tu escrito trajo la imagen que guardé: el personaje que espera. Eso recuerdo, la espera injusta, en esa espera se construye al personaje y al país. Allí estamos todos, en el país del Coronel, esperando lo que quizá nunca nos será devuelto.

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  2. Es la geografía de la espera o la latitud del hambre. Buen texto.

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  3. Me encantó el texto, tiene una fluidez que atrapa hasta la última línea y se siente cada imagen que forma: el árbol, el calor, el patio de la abuela y de nuevo recordar el café raspado mezclado con óxido. Muy buena reseña a Gabo para un libro que una vez leído, marca cada día de manera incosciente.

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