El silencio también es un llanto

Yasunari Kawabata (imagen tomada de Internet).



Por: Rebeca Barcelona.


Una foto de él sentado, entre lejano y silencioso, es la imagen que en mi memoria ha perdurado de Kawabata a lo largo de todos estos años, desde aquel primer día que leí su libro de cuentos: Primera nieve en el monte Fuji.

Para una lectora occidental como yo, su prosa se reveló como lo extraño, fuera de lo común, de una sencillez y llanura que en ningún momento pareció simple, todo lo contrario, podía escucharse la profundidad: como si lanzaras una piedra a un pozo de agua y sintieras el eco de la piedra cayendo, golpeándose de vez en cuando con los bordes del abismo que al final llega a ti.

Él sigue allí sentado, escribiendo algo en su pequeña mesa, todo a su alrededor es limpio e impasible como su prosa misma, quizá así escribió La casa de las bellas durmientes, sin alterarse acaso y es que esta novela parece haberse escrito con la suavidad de las almohadas que describe, poéticas y sensuales en ese descubrimiento de la vejez y la juventud durmiendo sobre la misma cama.

Pero Kawabata no siempre fue así, es decir, su escritura.  Quiero detenerme por esta vez en ese primer libro publicado: La danzarina de Izu o traducido también La bailarina de Izu, el cual llegó al Japón imperial del ascendente (precisamente ese año, 1926) Hirohito, aunque sólo fue traducido al español en 1969 luego de ganar el premio Nobel de Literatura.

En este relato se vislumbra la peculiaridad de la estructura que dista de otros libros del universo de Yasunari, inicia con un viaje de un joven estudiante que encuentra en el camino a unos artistas y con ellos, Kaoru: una niña bailarina encantadora y sigilosa, como mucho de lo que existe en este escritor. Pero luego surge una suerte de relatos aparentemente inconexos, revueltos con páginas sueltas del joven estudiante cuando era un preadolescente y enfrentaba la enfermedad de su abuelo. Todo esto, hablan un mismo lenguaje: el silencio es otra forma de llanto.

Son relatos de camino, en los que se exploran a pie distintas formas el dolor, la pérdida, ese desamparo que no se sabe expresar con palabras, pero que se manifiestan con una piedra, el olor de una vela de aceite o un ritual de conmemoración. Este otro Kawabata, un tanto autobiográfico, pero también desdibujado por su misma ficción, nos presenta personajes complejos que nunca son perfectos, aparecen en cualquier parte y cualquier camino, perdidos en sí mismos y andan a tientas, bifurcándose hasta encontrarse en el reflejo de otros, son figuras que se contemplan en sus propias fisuras y se dejan observar, todo bajo una pluma llana pero pulsante, inundada de lirismo y espiritualidad. 

En La danzarina de Izu Yasunari nos muestra este lenguaje del dolor y del vacío, pero también está la juventud y el deseo por la vida, el reconocimiento en el otro y la búsqueda de la belleza en cualquier paisaje,  quizá en una cálida posada donde una hermosa niña baila y toca el tambor o un escritor sentado en el suelo de un gran salón, leyendo su diario de juventud.


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