Divinas coincidencias




 Francesca y Paolo aparecen ante Dante y Virgilio en el Infierno.
Autor: Ary Scheffer (1795-1858).



Por: Domingo José Bolívar Peralta


La mujer, de unos 35 a 40 años, delgada y de aspecto humilde, lleva un vestido largo pasado de moda de un color negro bastante desteñido, su pelo un poco descuidado recogido con unos ganchos por los costados y una cola detrás. Ella me ofrece un papel azul lleno de imágenes y textos, doblado por la mitad. Me niego a recibir el folleto. Al parecer es novata en eso de repartir tales impresos por las calles y nunca nadie le había dicho no, por eso me increpa, con un tono de voz que trasluce una decepción contenida:

—¡Y si Cristo se te apareciera ya, ¿qué le vas a decir?!

—Que haga algo para calmarlos a ustedes.

Sigo caminando. La calle es una batahola de pitos y motores, de pregones de vendedores ambulantes, de conversaciones de transeúntes, de música a todo volumen. No sé cómo es que la mente se las arregla para soportar todo esto, pero no han sido pocas las ocasiones en que he querido salir corriendo dando alaridos y con el deseo de volatilizarme de inmediato, como quien dice, alcanzar el nirvana en el caos de la ciudad.

Alguien me tira de la camisa, por detrás, oigo que me dice:

—Espere.

Me detengo, giro casi 180°. Es la mujer, la de los folletos.

—¿Tiene mucho afán?

—Voy a la estación de buses de la 36 con 36. El bus que me sirve sale en hora y media —le digo, casi dándole la espalda.

—Es de pueblo… —no la dejo terminar.

—Sí, soy de pueblo —contesto un poco irritado. La miro con más atención. Su cara es más bien anodina en sus rasgos, nada que llame la atención a primera vista; mas, si se le mira de cerca, hay algo de tierno que ablanda—.  Tengo que irme —agrego con un tono menos áspero—, el bus se llena y quiero coger la ventanilla del lado donde no pega el sol. —Retomo la marcha hacia la estación, la calle, el sol, la mujer… Me paso el pañuelo por la cara sudorosa. No muchos pasos después vuelvo a oír su voz.

—¿Me permite acompañarlo? Yo vivo por ahí cerca —empieza a hablarme un paso detrás de mí pero al terminar ya está caminando a mi lado.

—Si usted quiere, pero le soy sincero: no creo en dios; no al menos en un dios como ustedes lo creen.

—Está bien, está bien. Pero sí quiero preguntarle algo.

La miro, aminoro el paso, sus ojos, de un café oscuro como el café que hace mi abuela, me los bebo mientras ella hace la pregunta mirándome a los ojos.

—¿De verdad parezco una loca? Usted dijo “calmarlos a ustedes” —imita mi forma de hablar y sonríe—, pero lo que me interesa saber es si yo en particular le parezco una loca por estar en la calle divulgando la palabra de Dios.

—Amiga, ya no me parece tan loca —por primera vez le sonrío. Tenemos que parar la marcha. Hemos llegado al final de la primera cuadra, tenemos el semáforo en rojo. Me pongo de frente a ella. No me está atacando a punta de “Cristo te ama”; usted como que es menos agresiva que la mayoría de los cristianos con eso de “divulgar la palabra de Dios” —también la imito. Ella se ríe y me lanza un pequeño golpe al hombro.

—¡Te la desquitaste! Pero yo te imité mejor de lo que tú me imitaste a mí.

Cambió el semáforo, seguimos caminando.

—No, yo te imité mejor —caigo en cuenta que ya nos estamos tuteando. Pienso: “esto va por mal camino.”

—No, yo soy buena imitadora. En el colegio era la que imitaba a los profesores y hasta me pusieron a hacerlo en las actividades culturales. Se le van sus ojos en la lejanía por un instante, parece que el recuerdo de sus días de colegiala la ha capturado y se echa a reír. Su risa no es de aquellas moderadas, como medida con cuentagotas. No. Su risa es como cuando se abre una llave y el agua sale disparada, abundante. —¡Ay! Pero si me ves riendo así, de la nada, ya estarás pensando que estoy más loca de lo que parecía al principio.

Me contagia, yo también empiezo a reír. Cruzamos la calle riendo. Cuando río mucho se me salen las lágrimas y empiezo a toser. Hace meses no me pasaba. Me mira.

—Oye, ¿estás riendo, estás llorando o te estás muriendo de asma?

—Todo. ¿Si muero ahora, Cristo me recibiría?

Amaina su risa. Ya cogimos la otra cuadra y estamos cerca de la  estación de buses.

—No sé. Seguro eres un pecador y no lo aceptas. Creo que no.

—Soy un santo sin dios, como Albert Camus. Además, Cristo debería tener en cuenta que has sido tú, su devota, quien me ha matado de risa.

Suelta otra carcajada fuerte.

—¡Dios mío, entonces estoy rescatando un alma del Infierno! ¡Esto es una epifanía! Voy a empezar a matar gente contándole chistes. Creo que me iría mejor que repartiendo folletos.

Todos los transeúntes, los vendedores ambulantes, los mercaderes y clientes de los almacenes, los conductores de los vehículos de transporte público y privado…, toda la calle volteaba a vernos y algunos hasta sonreían y otros hacían gesticulaciones que nos señalaban como locos, locos de remate, o tal vez drogados, porque nos íbamos riendo con tal fuerza que nuestras carcajadas (y mi tos entreverada) se escuchaba a varios metros de distancia. La verdad, esta mujer es mucho más agradable que muchas apáticas a la religión o agnósticas o ateas que he conocido.

Nos encontrábamos ya a menos de media cuadra de los buses, le señalé el bus que debía tomar, lo miró con atención.

—Eres de Usiacurí.

—No. Soy de un pueblo cercano a Usiacurí; se llama Isabel López. ¿Lo conoces?

—No, pero sí he oído hablar de él. Vivo aquí cerca, media cuadra más abajo, he oído el nombre y algunas cosas del pueblo.

Nos callamos. Llegamos a la estación. El silencio era eso, el pequeño dolor de tener que despedirnos.

—Vives a sólo media cuadra, te acompaño.

—¡Ah, conque ya no tienes tanto afán de coger el puesto de ventanilla del lado que no pega el sol!

—No, ya no.

—Está bien, señor…

—Federico Abelardo Ariza Belano. Mucho gusto en conocerla…

—Emma Francisca Alcocer Huerta.

Seguimos hasta su casa. Gente pobre y decente. El padre, un señor que quizás tenga 70 años y una hermana menor, con un niño de más o menos 8 años. Me brindaron una taza de café y les explicamos al padre y la hermana cómo nos conocimos Emma y yo, sin mentir.

—Chao, Emma —le doy un beso en la mejilla. Me despido de los demás. Emma me acompaña a la puerta.

—Nos volveremos a ver. Digo, es aquí donde están los buses que van a Isabel López.

—Sí, así es, no volveremos a ver. Regreso el martes.

Camino unos metros, me doy vuelta, Emma todavía está en la puerta.

—Emma, si Cristo se me apareciera ahora, ya, le pediría que te cuide, y le daría las gracias porque te he conocido.

—Cristo te ama, santo sin dios.


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